sábado, 29 de septiembre de 2012

Vacío

Caminaba lentamente por aquel muelle solitario, habían declarado el estado de alerta en toda la comunidad por una tormenta que se les acercaba. Las nubes se cernían sobre él,  pero eso no le impedía caminar, se dijo a sí mismo. Hacía tiempo que venía a aquel muelle para ver el atardecer, era el único puerto de su vida que sabía que no se hundiría.

Subió a la parte alta del muelle y contempló aquel océano que a simple vista se tornaba infinito. Se sentía tan pequeño, insignificante, entre tantas gotas y tantas nubes.

De pronto, le vino a la mente aquella chica de su pasado que tanto intentaba evitar. No entendía cómo seguía pensando en aquella chica fugaz con la que ni siquiera llegó a tener algo. Le gustaba su personalidad, su sonrisa, sus ganas de vivir, pero tampoco es que la conociera del todo. No sabía mucho de ella, pero lo poco que sabía, le gustaba.

Pero ya era demasiado tarde para pensar en eso. Ella estaba muy lejos, y feliz con su novio, así que por qué iba él a perder el tiempo pensando en alguien que sabía que ni pensaba en él ni lo haría. O eso creía.

A veces se preguntaba si todo había sido una ilusión, si de verdad ella sentía algo por él. Y muchas veces dudaba de si había pasado algo entre ellos. Pero entonces se frotaba el collar en forma de sol que ella le había regalado y se daba cuenta de que sí, sí pasó. Sí sentía algo por él y ella seguramente estaría pensando en él, por muchos kilómetros (o pocos), por muchas fiestas, por muchos novios y por muchas otras cosas más que haya.

“Joder, con lo difícil que es encontrar a alguien con quien sentirte cómodo...” Pensaba continuamente. Y en esos momentos se sentía vacío, solo entre tanta multitud, entre tantas gotas y tantas nubes. De pronto, empezó a llover. Se estaba empapando, era hora de marchar. Pero antes de irse, miró hacia aquel infinito océano e intentó recordar aquel cálido beso con aquella lejana chica.

-¿Olvida usted algo?
-Ojalá.
Luna Plateada


martes, 25 de septiembre de 2012

4000 rpm

Aquella noche hacía demasiado calor como para quedarse en casa. Me apresuré en terminar de recoger la ropa para vestirme e ir un rato a la playa. Al cabo de 10 minutos ya estaba lista y con las llaves del coche en la mano. El coche estaba a 35 grados y parecía imposible conducir en aquellas condiciones, pero a mí no me importaba en absoluto; me encantaba conducir. Entré al coche, me descalcé y palpé con los dedos el embrague y el freno. 

Encendí el coche, puse la primera, quité el freno de mano y encendí las luces. Apreté ligeramente el acelerador, el coche me respondía mientras quitaba el embrague con suavidad.
Segunda. La brisa que llegaba del mar entraba por la ventana y me revivía.
Tercera. No había nadie por aquellas carreteras del infierno, el tiempo parecía haberse detenido.
Cuarta. La velocidad era adictiva, cada vez aceleraba más. Con la punta de los dedos empujaba el acelerador lo suficiente como para que las revoluciones llegaran a 4000.
Quinta. Había adquirido la fea costumbre de revolucionar demasiado el coche para cambiar, todo para poder escuchar cómo el motor daba lo mejor de sí. Ya no quedaba mucho para llegar hasta aquella playa perdida a la que me gustaba ir en mis ratos libres.
Cuarta. Tercera. Notaba como la inercia del cuerpo me empujaba hacia el cristal.
 Segunda. Ya había llegado a su destino. Primera. Freno de mano.

Apagué las luces, puse la marcha atrás y apagué el motor. Salí descalza del coche, no me apetecía esclavizar mis pies. La luna llena iluminaba toda la playa. Las olas rompían con fuerza en la orilla.  Me senté en la arena.

Sentada allí, me daba cuenta de la rapidez con la que pasaba la vida. No puedes detenerte, nadie va a esperar por ti, y menos la vida. Es como si el acelerador estuviera pisado y el motor de la vida no parara de revolucionarse, sin llegar a cambiar nunca de marcha.

Luna Plateada