domingo, 27 de noviembre de 2011

Estaba de espalda, no me veía. Me preguntaba en qué estaría pensando. Allí estaba él, apoyado en la barandilla de siempre, absorto en sus pensamientos. Quise abrazarle y me levanté del banco en el que estaba sentada. Caminé lentamente, sin hacer ruido, y cuando por fin estaba detrás de él, le tapé los ojos con las manos. Pero algo fallaba, era invisible. Ni podía verme, ni podía tocarle.

Me sentí impotente. Quería tocarle, quería que supiera que estaba ahí. Pero no podía. De pronto, se giró. Lo tenía en frente, su mirada atravesó mi cuerpo invisible. Seguía absorto en sus pensamientos, buscando algo.  Poco después, agachó la cabeza y volvió a girarse hacia al mar, hacia donde miraba antes.  En ese instante me fijé en su nuca blanca y despejada. Y tuve la necesidad de tocarla. Deseé con todas mis fuerzas poder tocarle, y que lo sintiera. Con el dedo le dibujé un infinito invisible. Un infinito que sólo podría notar cuando yo estuviera cerca. Él levanto la mano y se tocó la nuca. Notó el relieve del infinito dibujado y cómo le ardía tenuemente. Se dio la vuelta, preguntándose qué era aquello que tenía en la nuca que le producía ese calor.

-Volveré - le susurré al oído y di media vuelta.

El dibujo de su nuca empezó a desaparecer con cada paso que daba, con cada paso que me alejaba de él. Y cuando ya estaba lo suficientemente lejos, el infinito dejó de arderle.

Luna Plateada

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