domingo, 27 de noviembre de 2011

Estaba de espalda, no me veía. Me preguntaba en qué estaría pensando. Allí estaba él, apoyado en la barandilla de siempre, absorto en sus pensamientos. Quise abrazarle y me levanté del banco en el que estaba sentada. Caminé lentamente, sin hacer ruido, y cuando por fin estaba detrás de él, le tapé los ojos con las manos. Pero algo fallaba, era invisible. Ni podía verme, ni podía tocarle.

Me sentí impotente. Quería tocarle, quería que supiera que estaba ahí. Pero no podía. De pronto, se giró. Lo tenía en frente, su mirada atravesó mi cuerpo invisible. Seguía absorto en sus pensamientos, buscando algo.  Poco después, agachó la cabeza y volvió a girarse hacia al mar, hacia donde miraba antes.  En ese instante me fijé en su nuca blanca y despejada. Y tuve la necesidad de tocarla. Deseé con todas mis fuerzas poder tocarle, y que lo sintiera. Con el dedo le dibujé un infinito invisible. Un infinito que sólo podría notar cuando yo estuviera cerca. Él levanto la mano y se tocó la nuca. Notó el relieve del infinito dibujado y cómo le ardía tenuemente. Se dio la vuelta, preguntándose qué era aquello que tenía en la nuca que le producía ese calor.

-Volveré - le susurré al oído y di media vuelta.

El dibujo de su nuca empezó a desaparecer con cada paso que daba, con cada paso que me alejaba de él. Y cuando ya estaba lo suficientemente lejos, el infinito dejó de arderle.

Luna Plateada

viernes, 25 de noviembre de 2011

Lágrimas invisibles

Hay tardes que jamás de se olvidan...

-Dios, ¡qué aburrimiento! - dije mientras me tiraba en el sofá.
-¿Aburrida? Espera, tengo una idea -dijo mientras se levantaba del sofá y se dirigía hacia su habitación. Al rato volvió con un trozo de tela negra.
-¿Qué eso? - pregunté con curiosidad. Pero no recibí respuesta. Se puso detrás del sofá y me vendó los ojos. - ¿Qué haces? - inquirí mientras sus manos calientes tocaban mi cara, no opuse resistencia a ello.
-Venga, levanta - me dijo agarrándome de las manos. Me llevaba de lado, ayudándome a caminar por el pasillo hasta llegar a la puerta. Una vez fuera, me llevó hasta el coche, abrió la puerta y me ayudó a sentarme y ponerme el cinturón.
-Mmm... ¿a dónde vamos? - dije entre risas.
-Confía en mí, te va a gustar - dijo él y seguidamente arrancó el coche. Notaba cómo aceleraba, cómo tomaba cada curva, cómo frenaba suavemente...
-Dame una pista - dije
- Sigues siendo igual de curiosa. No has cambiado. Te esperas y punto. ¡Impaciente!
-¡Jooo! Venga, por favor... - dije mientras le agarraba del brazo. Él cogió mi mano y me puso en ella algo. Empecé a tocarlo y descubrí que era una concha.
-¿Y esto?- pregunté.
-Es la concha que me regalaste cuando me caí y me mojé todo en la playa jajaja - dijo mientras se reía -siempre la llevo en el coche
-¿Todavía la tienes? Jajaja - Dije extrañada, ya había pasado mucho tiempo desde aquello. Demasiado.
-Claro, me recuerda que cuando te caes tienes que levantarte, por muy mojado y ridículo que estés.
Nos reímos juntos. Cogí su mano y le devolví su concha.
-Entonces quédatela, para que lo recuerdes siempre. Y a mí también, claro. Que fui yo la que te ayudó a levantarte - dije entre risas
Empezó a frenar poco a poco y cuando nos detuvimos me besó en el mejilla. Estaba triste, lo noté. Luego salió del coche y me ayudó a salir. Seguía con la venda en los ojos. Me agarró de la mano y me llevó hasta una barandilla.
-¿Estás preparada? - me preguntó.
-Siempre lo estoy - le dije con chulería. Sonrió, aunque no podía verle.
Sus manos calientes empezaron a desatar el lazo, quitándome la venda con suavidad. Al momento reconocí dónde estábamos.
-¿Te acuerdas? Aquí fue donde me diste el primer abrazo, cuando pasó aquello.
-Pues... no, la verdad es que no me acuerdo - dije intentando estar seria, mas no pude evitar sonreír.
-Tonta - me dijo mientras me abrazaba y a la vez intentaba hacerse el ofendido. Y entre risas vimos como el Sol se escondía en su cueva, para dejar paso a la Luna Llena.
-¿Por qué me has traído aquí? - pregunté
-Porque me molestó que dijeras que te aburrías. Desde que estuvimos aquí por primera vez hasta que me fui, nunca me dijiste eso. Quiero que mientras esté aquí no vuelvas a sentir que te aburres.
Le abracé. Le echaba de menos.
-Conduces de pena - dije intentando disimular la tristeza. Me abrazó más fuerte.
-Te echaré de menos
Y sin querer se me escapó una lágrima. Una lágrima invisible que él nunca llegó a ver y en la que perfectamente se podía leer: “Yo ya te echo de menos”.

Luna Plateada

domingo, 20 de noviembre de 2011

A un suspiro

Era una noche de Luna llena. Un rayo de la luz de la Luna cruzó la habitación y llegó hasta su cara. Se despertó por la claridad que impactaba directamente contra sus ojos y al principio no vislumbraba nada, pero luego empezó a reconocer esa habitación. Se giró y en la oscuridad la encontró a ella. A ella y a su espalda desnuda, iluminada ligeramente por la claridad de la Luna.

Todo estaba perfectamente en su sitio. La sábana le llegaba hasta la altura de su cadera, su melena reposaba sobre la almohada, y aquellos hermosos lunares adornaban su espalda.

Estaba contra el colchón y su respiración era apenas perceptible. Quería tocarla, sentirla, pero a la vez no quería despertarla. Con sus dedos recorrió esos hermosos lunares, formando constelaciones imposibles y universos infinitos. Ella se estremeció, como un escalofrío, y se giró. Él le quitó el pelo de la cara y se lo puso detrás de la oreja. Quería ver su rostro mejor.

Dormía plácidamente, y su boca estaba entreabierta. Sintió la necesidad de tocar aquellos labios, de besarlos. Se tumbó a su lado, en frente de ella. Se acercó poco a poco, sus labios casi podían rozar los de ella. Sentía su suave respiración, el aliento de su vida en sus labios. Y poco a poco se dejó dormir, como si intentara congelar ese momento. Se durmió a un suspiro de besarla.
Luna Plateada 

Las hojas caen en otoño

Camino lentamente entre las hojas que han caído, escuchando los crujidos que en ellas producen mis pasos. Hace frío y poco a poco dejo de tener sensibilidad en mis manos, están congeladas. Intento calentarlas, pero es inútil. Mis pies, mi nariz, mis manos, todas esas partes de mi cuerpo congeladas. En cambio yo me noto caliente por dentro, noto mi sangre ardiente fluir por esas manos frías que me tocan, esos pies fríos que me mueven, esa nariz fría que me sigue.

Mientras, sigo caminando por ese sendero en medio del bosque. Las hojas caen de los árboles como los copos de nieve en invierno, y van a parar donde el viento quiere. Una de esas hojas se cruzó en mi camino, y la seguí con la mirada. Parecía que no quería tocar el suelo, volaba. Después de muchas vueltas llegó hasta el río, donde el viento dejaba de guiar su destino y el agua elegía para ella un nuevo camino.

Seguí caminando, con más frío que antes y menos que después. Al final de aquella hilera de árboles, de aquel camino, divisé un banco. Un hermoso banco de madera que pedía en silencio que alguien lo acompañara. Y eso hice, me senté con él, a su lado, acompañándolo a estar solo. Miré hacia el camino que había tomado, hacia atrás, y vi todas esas hojas aplastadas, todos esos recuerdos pisados, y me di cuenta de lo bonito que fue el trayecto. De las hojas que se cruzaron en mi camino, sobretodo de aquella que no quería tocar el suelo. Me di cuenta de lo bien que se estaba en aquel banco en medio del bosque, en medio del otoño. Pero no podía pasarme la vida ahí, tenía que seguir caminando, aunque tuviera frío. Seguir caminando hasta encontrar el invierno y sobrevivir a él, para luego llegar por fin a mi estación favorita, la primavera.
Luna Plateada

Un velero sin mar

La brisa del mar acariciaba mi cara y mi pelo ondulaba con el viento. Estaba sentada en la proa de mi velero. No se movía mucho, pero poco a poco avanzaba. Con la punta de los pies podía tocar aquellas aguas cristalinas que dejaban entrever el mundo que se escondía debajo del velero. El sol se estaba poniendo, y sus rayos cada vez calentaban menos. Aún así, no tenía frío. Es más, tenía calor. Sentí la imperante necesidad de sumergirme en el agua, en aquellas aguas que se me antojaban perfectas pero que a la vez se me presentaban como una insensatez.

Me puse de pie y empecé a desvestirme, poco a poco, sin prisas. Mientras, los rayos del sol iban iluminando cada parte de mi cuerpo, como si él también estuviera desvistiéndome. Cuando ya no tenía ninguna prenda que me uniera con la realidad, me asomé al borde del velero, y me dejé llevar.

Noté como el agua rozaba mi piel y entraba por mis poros. Noté como el frío se apoderaba de mi cuerpo y los rayos del sol dejaban de calentarme. Noté la adrenalina en mis venas y la sangre correr por todas ellas. Noté que estaba viva.

Mis ojos se acostumbraron al agua, y aunque la oscuridad se había apoderado del mar aún podía ver esos peces de colores que tanto llamaban mi atención desde el velero. Nadaba libre por aquellas aguas, contemplando todos los peces que estaban a mi alrededor. Poco a poco, me empezó a faltar el aire. Tenía que volver a la superficie para poder respirar, aunque no lo veía necesario. Quería seguir nadando, seguir sintiéndome libre. Pero era hora de volver, ya no podía seguir sin oxígeno.

Ya en la superficie, me empezaron a dar escalofríos. El sol estaba a punto de desaparecer, y nadar a oscuras no era una buena idea. Subí por las escaleras de madera del velero. Empecé a tiritar, y cogí una toalla para secarme. Cuando ya entré en calor, volví al mismo sitio donde estaba sentada al principio. A la proa de mi velero. Volví a tomar las riendas de él y cambié de rumbo. Era hora de buscar un nuevo mar donde navegar, una nueva vida que vivir.

Luna Plateada